Con frecuencia veo a las personas absorbidas por las inclemencias y las rutinas de sus vidas (de las cuales a veces yo formo parte), viven tan entregadas a actos y ritos, no solo con la dedicación a ellos, sino que hasta su paz se ve perturbada en ocasiones.
Siento impotencia al ver una llave de agua abierta en pleno desierto, derramando su invaluable regalo a la perdición infinita y al olvido. Creo que las personas cometen un acto similar a diario, cuando dan todo de sí a cuestiones que evidentemente no lo valen. Temen, cosas que no hay porque temer. Todos lo hemos hecho. Quisiera graficar el problema con un ejemplo: Una abuela esta terriblemente preocupada porque teme por el destino de su casa cuando ella haya muerto. Qué importa la casa, si ella estará muerta; no obstante dedica sus últimos meses de vida a cuidar de ella aún con más esmero, con más preocupación y angustia, cuando en lugar de eso podría atender los asuntos que toda su vida ha evitado resolver. En lugar de vivir, que es para lo que ha nacido, se precipita a su propia muerte, temerosa.
Y otros que se desgastan en defender sus posturas y apuestan el sosiego de su espíritu en ellas, cuando justamente es eso lo que buscan. ¡Se arroban cuando se ven contradichos! Sólo unas palabras bastan para moverlos de su serenidad. A qué le temen, que no pueden verse cuestionados, a qué le tienen miedo que ven amenazas en el mundo, que esta de su lado.
Algunos le temen a lo futuro, otros reniegan de su pasado, viéndolos como ajenos a sí. Viven el presente luchando contra el tiempo. El pasado fue y siempre será, también el futuro ha sido y seguirá siendo. ¿Por qué luchar contra eso cuando es nuestro y siempre lo ha sido, por qué temer al futuro, si aun no ocurre?
Que nos se nos vaya la vida en eso. Propongo un encuentro de todos los tiempos en nuestros corazones, y que no se separen otra vez. Que haya una calma imperecedera en nosotros.
miércoles, 28 de enero de 2009
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